Mi Amigo Vata

No puedo quedarme quieto. A veces me dicen viento, otras me llaman aire. Estoy en todas partes y en ninguna. Habito los márgenes, las ideas antes de que se escriban, los suspiros que nadie escucha. Me encontrás en el crujir de las hojas, en los mensajes que se mandan a la madrugada, en las ganas de empezar algo nuevo sin terminar lo anterior.

Mi mente corre. Se adelanta a lo que no pasó y se enreda con lo que ya no es. Me entusiasma todo, me agota todo. Cambio de dirección como una hoja seca llevada por una brisa tibia. Me gustan los desafíos, pero a veces me olvido de comer. Me olvido de respirar profundo. Me olvido de mí.

Soy sensible. Siento cosas que no puedo explicar.

Los ruidos me alteran. El frío me apaga. Las multitudes me sobrecargan.

El silencio me salva.
Mi cuerpo es liviano, como si estuviera siempre listo para despegar. A veces no duermo, a veces no paro. A veces me pierdo en pensamientos como si fueran laberintos sin salida. Y a veces, también, me vuelvo poesía.

Soy Vata, y a veces, me desbordo.
Por eso necesito raíces.
Un guiso caliente, una rutina amable, una pausa a tiempo.
Una amiga que me diga: "estás acá".
Un mate con jengibre. Una siesta. Un abrazo que dure más de cinco segundos.
Me sana lo templado, lo húmedo, lo lento.
Me calma el aceite en la piel, la sopa que humea, la música que me envuelve.
Me equilibra el "no hacer nada" que tanto me cuesta.
Me recuerda quién soy el aroma del cardamomo al despertar.
No soy desorden. Soy movimiento.
No soy ansiedad. Soy velocidad mal dirigida.
No soy inconsistencia. Soy un soplo divino que busca anclaje.
Soy Vata.
Y estoy aprendiendo a quedarme.